Tengo 86 años y considero que he
empezado a madurar hace seis.
Cuánto antes se madura, antes se
pudre, pero ahora la vida ya se me hace pesada, monótona, y lo que
la hace insoportable: vuelve a faltarme ilusión.
Cada día de estos 86 años he
intentado que todo tuviese sentido, que mis pasos me llevasen a dónde
de verdad quería llegar, he intentado que estuviesen llenos de emociones. No tuve miedo a llorar cuándo sentía que el mundo se me caía encima, he reído incluso en momentos que pedían seriedad, he amado, he sufrido, he bailado, he viajado todo lo que pude permitirme y más. Nunca he parado de buscar la ilusión de vivir, y no me fue mal, aunque la he perdido tres veces, y tuvieron que traérmela.
La primera vez, la traían en una maleta de mano. Entró en mi vida como un terremoto, como sólo los amores adolescentes saben llegar: sin avisar, sin pedir permiso, tirando la puerta abajo por muchas cerraduras que hayas puesto.
No nos soportábamos, y por eso mismo sabíamos que nos queríamos a morir. Él cantaba para mi todas las noches, por muy lejos que estuviésemos. Le cantaba a la luna, y ella me cantaba a mi. Yo le escribía todas las mañanas, se lo leía al viento y él se lo susurraba al despertar. El resto del día, gastábamos nuestras energías discutiendo sobre las cosas más simples, acabábamos exhaustos, ninguna carrera me ha echo estar tan en forma como cuándo él estaba en mi vida.
Trajo la ilusión en la maleta de mano porque no quiso quedarse demasiado tiempo.
La segunda vez, se la robé a un niño. No se enteró, porque los niños tienen esa increíble capacidad de vivir con la ilusión en la mirada. Cada momento está cargado de emoción, y esa emoción se transforma en ilusión en sus ojos: la emoción de quitarle las ruedecillas a la bici y la ilusión de sentirse ya mayor; la emoción de abrir los regalos y la ilusión de ver que los Reyes Magos han leído tu carta; la emoción de maquillarte por primera vez y la ilusión de que te digan "ya estás hecha una chica". Sus emociones, siempre se transforman en ilusión.
Me he pasado la vida viendo la ilusión en los ojos de los niños por todos esos motivos, pero esta vez me sorprendió la razón. Era una noche de verano, y en un concierto habían repartido bengalas entre el público para encenderlas cuándo sonase We Are the World. En ese momento, apagaron todas las luces y todo quedó iluminado por pequeñas chispas. Entonces vi al niño. Estaba a penas a cinco metros de mi, y cuándo encendió su bengala su cara se iluminó como si nunca hubiese visto nada tan increíble. Sus ojos se abrieron tanto que pensé que se le salían de las cuencas, y su grito de emoción me permitió descubrir que el Ratoncito Pérez ya había conseguido dos dientes más para la colección. Desprendía ilusión por cada poro de su piel, y yo decidí robarle una poca, que me duró muchos años.
La tercera vez fue fugaz y dolorosa. Ni siquiera se dignó a guardarla en la maleta de mano, porque ni maleta de mano traía.
No la traía porque no venía con intención de quedarse, venía a demostrarme que la ilusión existía, que era lo más increíble del mundo y que por eso nunca iba a estar a mi lado lo suficiente para que me acostumbrase.
Tengo 86 años y he vivido la vida que he querido vivir, pero desde hace seis años la ilusión amenaza con no volver, y mi corazón con dejar de latir.