Relato VIII: La luna vivía en ella.

Venía y se iba. 

No pedía permiso, pues no le hacía falta. Corría, bailaba, saltaba, reía. Y antes de que me diese tiempo a admirarla, ya había desaparecido.

Tenía un brillo salvaje en los ojos y en la piel. No era el sol, era la luna la que vivía dentro de ella, la que le daba esa energía inhumana, que hacía que el verde de sus ojos fuese más frío que el invierno en la Antártida, que su pelo ondease incluso cuándo el viento no se dignaba a aparecer.

La luna vivía en ella, y por eso dormía todas las noches en los tejados, para admirarla y hablar con ella. Comían queso y flores silvestres, y compartían secretos sobre el Sol y las demás estrellas.

Bailaban al son del viento. Un. Dos. Tres. Undostrescuatro. Un. Dos. Tres. Sin un ritmo definido. Le gustaba bailar descalza, sentir lo que las flores escondidas en las rocas le querían susurrar. Un. Dos. Tres. Undostrescuatro. Un. Dos. Tres. 

Se dormían entre las nubes al amanecer, no sin antes observar a los mortales. Les gustaba crear historias sobre ellos, decidir quien iba y quien nunca volvería, quien reía y quien lloraba, quien luchaba y quien desistía. Lo hacían como un niño que juega a las muñecas, sin importarles demasiado, por diversión.

La luna vivía en ella, y así venía. Y así se iba. 

Photo Credit: Álvaro Piñeiro.