lunes, 8 de agosto de 2016

Vuelta a un trece de noviembre.

A los que pensamos demasiado
y nos piensan muy poco.

Hoy he vuelto a verte. Habían pasado tantos años que me sorprendió reconocerte con tanta facilidad, como si el tiempo se hubiese parado desde aquel trece de noviembre que te fuiste. Dos maletas y un beso en la frente; un lo siento, una media sonrisa y un adiós.
En el mismo instante en el que abrí la puerta me arrepentí de haber salido de casa con los vaqueros más viejos que tenía, un jersey de cuello alto tres tallas más grandes y el pelo en un moño que me hacía parecer la loca de los gatos. Porque ahí estabas tú, con el pelo a loco, tus vaqueros rotos y la camisa de cuadros que tantas veces te habías puesto para verme. Y tu sonrisa, siempre esa maldita sonrisa que esconde todo lo que te pasa por la cabeza; esa maldita sonrisa con la que siempre te vistes para aparentar la tranquilidad que yo me empeñaba en destrozar. Eras el mal en calma un día de invierno que todo el mundo busca, y yo la tormenta de verano de la que todo el mundo escapa. 
Pero ahí estábamos los dos, después de tanto tiempo, de tantas lágrimas, de tantos mensajes no enviados, de tantos te echo de menos no dichos, tantos bailes. Tanto, tanto, tanto; y qué bien te sentaba. Parecía que me había llevado un tren por delante, y que eras tú quien lo dirigía. 
Maldita espina clavada en el corazón, ¡cómo se retuerce la cabrona cuando te veo! Supongo que las cosas funcionan así, no importa el tiempo que pase con ciertas personas, y contigo no importa. Me siguen sudando las manos cuándo te veo, se me ponen los pelos como escarpias y tengo que tragar saliva para deshacer el nudo que se me forma en la garganta. 
Te he visto tan bien, tan completo y tan feliz, que me he ido por dónde venía. A veces es mejor así, dejar las cosas como están, no buscar la llama en las cenizas, porque sin darnos cuentas podemos quemarnos.
Sigues siendo el mar en calma en invierno, y yo... yo siempre he preferido la tormenta.

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